Recuerdo las cosas más curiosas de mi infancia a principios de losochenta. No me preguntes por los afluentes más importantes de laPenínsula, ni por las ecuaciones de segundo grado, ni por las Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique. En cambio, recuerdo elintenso sabor del ColaJet de limón, la rugosidad de las costras en mis rodillas, la barriga de John Wayne en los westerns de Primera Sesión, la ansiedad por conseguir chapas que no estuvieran dobladas o laalegría de ver a Santillana marcar un gol. Recuerdo la manera exactaen que el aliento de mi padre olía a Soberano, y la frase favorita demi madre: "¿Te crees que soy el bancospaña?". Recuerdo que lafelicidad era el primer mordisco del dónut en el recreo de las once.Quizá recuerdo todas esas cosas porque están entrelazadas con elmomento en el que descubrí por fin toda la verdad sobre las mentirasde mi familia.
Yo debía de tener once años, o quizá diez, o quizá doce, el día en que papá vendó teatralmente los ojos de mamá con un paño de cocina y lacondujo a ciegas al salón...