En 1957, el gran director y actor de teatro francés Roger Blin llevaba por primera vez a escena Fin de partida, de Samuel Beckett. Con estaobra, inspirada a la vez en el Rey Lear de Shakespeare y el Libro deJob, Beckett exhibía una vez más ese don magistral suyo paraescenificar la ceremonia fúnebre, sin pompa ni palabrería, laceremonia trágica de la condición humana. En efecto, Lear y Jobconviven debajo de los harapos milenarios que recubren a ese patéticorey, ciego y paralítico, eternamente sentado en un trono absurdo en el que el último hombre en un mundo muerto no acaba de morirse nunca. Ya nadie en el escenario espera a Godot: ya no se espera nada, el tiempo se ha detenido. «Algo sigue su curso», dice no obstante un personaje: quizá sea esta la única regla del juego en una partida que perderemos a cada segundo. Hamm y Clov, amo y esclavo, personajes aniquiladoslos dos y unidos en lo peor como el alma al cuerpo, no disponen, paratrampear la espera, sino de gestos vanos y del rumor igualmente vanode sus palabras, mientras, en dos cubos de basura agonizan lentamentedos sonrientes larvas que antaño fueron padre y madre. Y, en eseapacible horror, la infinita ternura y el mágico humor de Beckettasoman para comunicar al espectador su amor por su gloriosa miseriade« rey desposeído». Y todo ello con una economía de palabras y unpudor verbal que no permiten al espectador distraer su atención ensuperfluas disquisiciones.