«Se podría decir que, siguiendo el ejemplo de la legendaria yelocuente Sherezada, el propósito de un relato es conjurar al verdugo, suspender el juicio ineluctable del destino que nos acecha, prolongar la ilusión de la vida y el tiempo. ¿O acaso debería el narrador, pormedio de su arte, ayudar a que los hombres nos conozcamos yreconozcamos? Quizá su vocación consista en hablar en nombre deaquellos que no tuvieron la habilidad para hacerlo, o que, aplastadospor la vida, no hallaron la fuerza para expresarse. ¿O será, más bien, que el narrador sólo se cuenta su propia historia a sí mismo, como el niño que canta en la oscuridad para disipar su miedo? O, finalmente,¿será que el propósito de los relatos es iluminar las sendas oscurashacia las que la vida nos arroja, así como decirnos algo más sobreesta vida, que tendemos a vivir de forma ciega e inconsciente, algomás de lo que somos capaces de entender o comprender desde nuestraflaqueza? Y es por eso que las palabras de un buen narrador puedenarrojar luz sobre nuestros actos y nuestras faltas, sobre lo quedeberíamos hacer y sobre lo que nunca debimos haber hecho. Por tanto,cabe preguntarse si la verdadera historia de la humanidad no debierabuscarse en estos relatos, orales o escritos?poco importa si tratansobre el pasado o el presente?, o si no, al menos, debiera buscarseallí el difuso sentido de dicha historia».
I. A., Estocolmo, 1961